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UN DIALOGO SOBRE LA VEJEZ CON MI ABUELA

Medellín, 27 de abril de 2013

Saber que morirá es uno de sus miedos. Sin embargo, no siente lo mismo a lo que ella denomina “el encuentro con Dios”. Su mayor temor es que él no la perdone y la lleve al infierno o purgatorio, dice, porque al fin y al cabo “uno es pecador, pero si yo supiera que me voy derechito para el cielo, que me muera ya”.

Ambos estamos sentados en la orilla de su cama. Por su imaginación no se atraviesa que la conversación de esa noche quedará grabada en mi celular. Es una charla entre una abuela y su nieto, como las que hacemos cualquier día.

Me cuenta que se irá para el velorio de un viejo amigo, entonces en ese preciso instante aprovecho para tocar el tema de la vejez. Nuestras voces siguen registrándose, y yo disfruto de una empanada un poco salada para disimular.

Procedo a preguntarle sobre la vejez. Y miro con detenimiento las arrugas que el tiempo ha heredado en su rostro, al igual que su cabello corto del que se desprenden cientos de lanas blancas, como las de una señora próxima a cumplir 80 años.

La vejez es para ella una etapa difícil. Claro. Y más en una mujer que desde su juventud sabe lo que significa sufrir. Que ha combatido contra el dolor tanto físico como psicológico propiciado por su único esposo y padre de sus hijos, al cual todavía quiere, sin olvidar el maltrato que recibió. “Cuando recuerdo siento rabia, ¡Y eso es pecado! Pero ya lo perdoné”, dice.

Otro de sus dolores en la vida fue la “trombosis” que padeció en el año 1999 mientras se encontraba en el baño de su casa. Desde ese día su mano y pie izquierdo perdieron la posibilidad de moverse.

Devolvernos al pasado es interesante, pero no siempre, por eso le cambio el tema. Varios son los momentos que aún reposan en el baúl de su memoria. Con una voz de soñadora, un tanto lenta pero contenta, dice que le gustaría realizar sus viejas actividades: “Yo tener que estar a lo que puedan hacer conmigo, ¡eso es muy horrible!”.

También desempolva esa época en la que podía lavar, planchar, “¡Y hacer mis arepas para recoger plata!”. Los que la conocen dicen que tenían una sazón en cada una de sus preparaciones. Sus deliciosos desayunos dominicales, sus exquisitos frijoles paisas o aquel descrestable plato de mondongo, me cuenta mi mamá, su hija número nueve.

Continuamos hablando sobre la vejez, esa que es odiada por muchos e ignorada por otros, y mientras tanto yo me como mi segunda pequeña empanada de aspecto amarillento y ausente de carne y sabor. La escucho pronunciar sus propios elogios  “A mí me decían: doña Morelia con tantos años y tan guapa”, pero con ese guapa no se quiere referir a sus características físicas sino a su capacidad para trabajar. “Y yo no me creía tan guapa, tan guapa, no, pero sí me sentía de hacer las cosas bien”, afirma. Era muy exigente en cada uno de sus oficios.

Ahora le pregunto sobre cuál ha sido su mayor alegría. Piensa. Se da un intervalo de silencio, mira hacía el techo, se ríe y al final contesta: tener un hijo.

Para ella el momento en el que daba a luz a cualquiera de su decena de muchachos era una satisfacción completa. Trata de ser sincera, y aclara que esa éxtasis la sintió más el 8 de marzo de 1968, día en que tuvo a su primera hija mujer, pues sus anteriores ocho hijos fueron todos hombres.

Me atrevo a preguntarle sobre qué se siente tener esa cantidad hijos, tantos, y vuelve la risa, pero no tarda en responder después de un minucioso suspiro: "¡Ah! cuando nacen uno se siente livianito y con una alegría por ver lo que uno tenía adentro".

Después de conversar varios minutos, me doy cuenta de que tengo los datos necesaria para saber cómo mi abuela había recibido su vejez. Paro la grabación. Y me voy satisfecho para mi casa por aquellas lecciones transmitidas por parte de una “catedrática de la vida”.

“Uno puede llegar a viejo, pero si está aliviado, no me parece una etapa tan dura. Desde que uno tenga manos, pies y ánimos de hacer lo que sea, uno no debe extrañar nada”, concluye mi querida abuela.

Por Juan Alcaraz
En Twitter @Juan_AlcarazS

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